Estimados lectores:
Hoy tenemos el honor de contar con la colaboración de Óscar Longás, que nos propone un relato enigmático que lleva por título La adivinanza.
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Óscar Longás |
A mi
querida y paciente prima Blanca y a mi preciosa Alba.
La adivinanza
Unas manos bonitas y delicadas anudaban lentamente los
cordones de la zapatilla de una niña. Al fondo, el sol poniente regalaba
caricias de oro a un mar inmenso y tranquilo.
Manolo Morán contemplaba divertido la misma escena casi a
diario. Debía de ser la chiquilla, pensaba Manolo, la que se anudaba sus
propias zapatillas, pero al hacer la lazada final no apretaba lo suficiente,
pues sus manitas eran las de una niña de cinco o seis años y como si estuviera
medido, al llegar a la altura de su jardín los cordones se desataban. Las había
visto en el supermercado y, sin duda, eran vecinas del mismo lugar de veraneo.
La madre y la hija, casi a diario, contemplan la puesta
de sol.
Manolo Morán era un soñador, se levantaba aún de noche
para ver la salida del sol. Manolo, recostado en su tumbona, admiraba el cielo
nocturno imaginando viajes interestelares a otros mundos; mundos donde el ser
humano tal vez fuera menos necio y egoísta y, así, tener la oportunidad de
redimirse de todos los males que, a su juicio, habían convertido a los humanos
en seres mezquinos, brutales e incultos. Después de todo, creía Manolo, tal vez
fueran los humanos los únicos extraterrestres del universo.
Manolo Morán se quedó dormido, y un sueño misterioso
inundó su mente. ¿Cómo se llamarían? Sí. La madre y la hija, a las que veía
casi todos los atardeceres. María, la madre; María, la niña. No. Elena,
Mercedes, Ana, Isabel, Carmen. No. Tal vez fueran nombres más actuales. Paula,
Estefanía, Carla. Manolo despertó recordando el sueño y, divertido, siguió el
juego de la adivinanza. ¿Por qué no?, se dijo. Con un poco de suerte podría
escucharlo cuando las viera en el supermercado. La madre podría llamar la
atención de la niña despistada en la sección de las chucherías. -Luisa, ven,
que vamos a pagar y nos vamos. –Mamá, esa señora rubia se llama igual que tú,
Maribel.
Manolo sonrió, recogió la tumbona y comenzó a regar su
jardín.
Manolo Morán iba dándole vueltas a su cabeza sobre el
curioso juego de adivinanzas que le había inspirado aquel extraño sueño. Su
imaginación comenzó a desbocarse cada vez más. Pudiera ser, se dijo, que
aquellas dos mujeres, madre e hija, no se detuvieran por casualidad delante de
su jardín. Creía recordar que su mirada y la de la mujer habían coincidido en
un par de ocasiones y que, esta, amable siempre, había intentado comunicar con
él, transmitirle un mensaje. Quizás había leído mi pensamiento, se dijo, sabe
de la extraña adivinanza en la que me he embarcado. Tal vez, me estaba
transmitiendo ¡sus nombres!
Manolo sacudió la cabeza, para intentar librarse de todas
esas majaderías. Ya es suficiente por hoy, Manolo, vete a dormir. Y se acostó.