Llevábamos dentro de la cueva un par de horas cuando avistamos cómo llegaba una nave a la orilla…
-¡Eran franceses!
No podíamos perder más tiempo. Si los franceses ya habían llegado, los portugueses ya no tardarían, y la isla estaba llena de genoveses y los británicos también tenían la intención de dejarse ver. Partimos rápidamente intentando no dejar ni huellas ni señales que nos delatasen; era imposible, el fango era el culpable. Eso hacía, si aún cabía más, más peligroso nuestro trayecto. Llegamos a monte Escarnón; llegaba el momento de la verdad. Nos despedimos de Weihoisa y empezamos la escalada. Weihoisa nos esperaría en su cabaña una vez concluida nuestra faena. La subida se presentaba muy dura. De repente, el viejo capitán resbaló…
Q-¡Socorro, he quedado colgado y no sé por cuánto tiempo!
P-¡Aguanta Quesada… agarra ese cabo!
El viejo había quedado colgando gracias a un pedazo de su vestimenta que se había enganchado en una raíz arbórea que sobresalía, pero el impacto que había recibido era muy fuerte.
Q-¡No puedo, creo que me he roto una mano!
El viejo se había propinado un gran golpe en los brazos intentando amortiguar así el choque con el resto del cuerpo y se había lastimado ciertamente las muñecas. Yo estaba más cerca de él que Pablo pero mis esfuerzos por socorrerle eran inútiles, es más, de repente me vi en una situación límite al quedarme atrapado y sin poder salir en un saliente. El pánico se apoderó de mí. Mientras, Pablo subió por fin a Quesada hasta una pequeña explanada y luego se volvió para ayudarme a mí. ¡Qué ironía!, aquel de quien en un principio desconfiaba, ahora me ayudaba.
El viejo Quesada tenía verdaderamente dañadas las manos, si seguía nos pondría a los tres en peligro. No continuó. Buscó un lugar donde ocultarse hasta nuestra vuelta.
Nos íbamos acercando hacia el objetivo de nuestra misión. Eran ya las primeras horas de la tarde cuando divisamos las cuevas pero, ¿cuál de ellas sería?
Quien se hiciera con aquel cofre podría dominar el mundo. Ese cofre contenía el arma más mortífera que la humanidad jamás había poseído. Era capaz de destruir dos barcos de una sola vez, capaz de acabar con cien hombres de una sola vez, capaz de reventar una fortaleza con un solo disparo.
Nosotros, unos buscavidas, unos aventureros, solo la queríamos para sacar una tajada que nos permitiera vivir como reyes. La venderíamos al mejor postor.
Continúa en Héctor Castro Ariño: La verdadera historia del hombre (5)
-¡Eran franceses!
No podíamos perder más tiempo. Si los franceses ya habían llegado, los portugueses ya no tardarían, y la isla estaba llena de genoveses y los británicos también tenían la intención de dejarse ver. Partimos rápidamente intentando no dejar ni huellas ni señales que nos delatasen; era imposible, el fango era el culpable. Eso hacía, si aún cabía más, más peligroso nuestro trayecto. Llegamos a monte Escarnón; llegaba el momento de la verdad. Nos despedimos de Weihoisa y empezamos la escalada. Weihoisa nos esperaría en su cabaña una vez concluida nuestra faena. La subida se presentaba muy dura. De repente, el viejo capitán resbaló…
Q-¡Socorro, he quedado colgado y no sé por cuánto tiempo!
P-¡Aguanta Quesada… agarra ese cabo!
El viejo había quedado colgando gracias a un pedazo de su vestimenta que se había enganchado en una raíz arbórea que sobresalía, pero el impacto que había recibido era muy fuerte.
Q-¡No puedo, creo que me he roto una mano!
El viejo se había propinado un gran golpe en los brazos intentando amortiguar así el choque con el resto del cuerpo y se había lastimado ciertamente las muñecas. Yo estaba más cerca de él que Pablo pero mis esfuerzos por socorrerle eran inútiles, es más, de repente me vi en una situación límite al quedarme atrapado y sin poder salir en un saliente. El pánico se apoderó de mí. Mientras, Pablo subió por fin a Quesada hasta una pequeña explanada y luego se volvió para ayudarme a mí. ¡Qué ironía!, aquel de quien en un principio desconfiaba, ahora me ayudaba.
El viejo Quesada tenía verdaderamente dañadas las manos, si seguía nos pondría a los tres en peligro. No continuó. Buscó un lugar donde ocultarse hasta nuestra vuelta.
Nos íbamos acercando hacia el objetivo de nuestra misión. Eran ya las primeras horas de la tarde cuando divisamos las cuevas pero, ¿cuál de ellas sería?
Quien se hiciera con aquel cofre podría dominar el mundo. Ese cofre contenía el arma más mortífera que la humanidad jamás había poseído. Era capaz de destruir dos barcos de una sola vez, capaz de acabar con cien hombres de una sola vez, capaz de reventar una fortaleza con un solo disparo.
Nosotros, unos buscavidas, unos aventureros, solo la queríamos para sacar una tajada que nos permitiera vivir como reyes. La venderíamos al mejor postor.
Continúa en Héctor Castro Ariño: La verdadera historia del hombre (5)
Leer capítulo anterior en Héctor Castro Ariño: La verdadera historia del hombre (3)
No hay comentarios:
Publicar un comentario